sábado, 7 de septiembre de 2013

Gente peligrosa en el quicio del conflicto

Por: Jaime García Chávez.

El vasto movimiento de los profesores que resisten –sobre todo en la capital de la república– la reforma educativa de Peña Nieto y el que se va a generar con dimensiones mayores contra las reformas energética y hacendaria, obligan a la izquierda democrática, y en general a la ciudadanía comprometida con el porvenir del país, a realizar un esfuerzo para definir la perspectiva de un gran conflicto en puerta, sobre todo al aproximarse a la desembocadura que todo esto tendrá para un largo ciclo en la vida de la nación, pluriétnica y pluricultural que es. 

En estos días, todo indica que se han condensado los grandes retos que hoy reporta el país por el letargo para realizar cambios que debieron haberse intentado hace ya varios lustros y que se negligieron por muchas razones que van desde la carencia de estadistas hasta la miseria de los agentes progresistas del cambio que también tienen cuentas que saldar. Quién puede poner en duda que se requiere una reforma educativa de gran calado, que el sector energético –PEMEX y CFE– ya no puede continuar como ha estado hasta ahora, que el régimen fiscal está diseñado para que las rentas de los grandes capitales y corporaciones financieras, aparte de no contribuir, sangran la economía de la república con sus privilegios, y la eterna demanda de reforma política que hemos visto avanza para retroceder, porque los políticos de este país, de todos los partidos, tan pronto se colocan ante una reforma innovadora, buscan la trampa para aniquilarla, burlarla.

Hay voces, como la de Denise Dresser, que no le han regateado a Peña Nieto un buen inicio de gobierno, pero ya pasan a la crítica porque no es lo mismo suscribir un Pacto por México, ajeno a la voluntad de los actores de abajo en los partidos políticos, que ponerlo en escena para realizarlo a través de un manojo de reformas cuya implementación chocará con grandes resistencias y en particular con una: la crisis de confianza en quienes ejercen el poder, llámese presidente, gobernador, congresista o ministro de la Corte. Cuando digo confianza quiero referir que el poder político, por decirlo coloquialmente, se basa en el consentimiento de los ciudadanos para que los manden y los dirijan, y habemos millones de mexicanos que no estamos conformes con una construcción de la transición democrática que no se consolidó porque el viejo régimen tiende a reproducirse de mil maneras, sobre todo en las pequeñas cosas que acumuladas se vuelven grandes y que es frecuente que los analistas no las observen. Pongo un póquer de ejemplo: se habla de una reforma educativa indispensable para el país pero el aparato sindical corrupto permanece inamovible, aunque Elba Esther se haya ido, como en su tiempo se defenestró a Robles Martínez, Sánchez Vite o Jonguitud; reforma energética pero con los herederos de La Quina, con todos sus privilegios y sin poder convencer a nadie de que atrás del proyecto está la enajenación del más importante patrimonio de los mexicanos; reforma fiscal pero con una claridad meridiana de que los de arriba no contribuirán de acuerdo a sus inmensos ingresos, se convertirán en audaces evasores, contarán con estrategas para no pagar y en cambio los que están cautivos, entre ellos los medianos y pequeños empresarios, pero sobre todo los que pagamos IVA, no tenemos esperanzas de que las cosas vayan en nuestro favor. De las reformas políticas ni qué hablar, sinceramente nunca he creído en el suicidio de los tiranos.

En esta apretada reseña de problemas no puedo soslayar un tema crucial. Quienes desde la izquierda democrática buscamos una transformación de fondo en el país para que este sea para todos, estamos obligados a un par de cosas: dotarnos de un programa, producto de un diagnóstico casi preciso, que se convierta en la carta de navegación, que marque rumbos, defina objetivos, teja alianzas, respete autonomías de otros movimientos a la vez que contribuya a vertebrar una desembocadura similar a la que como paradigma histórico lograron los liberales progresistas durante el siglo XIX. Ellos fueron capaces de oponerse a retos enormes y a resistencias hoy inimaginables, pero triunfaron contra las fuerzas interiores y las grandes potencias europeas porque precisamente tenían ese mapa para moverse con precisión y sobre todo la voluntad y honradez para lograrlo. Esto en primer lugar. En segundo, pero no menos importante, es el problema de los medios: ¿cómo lo vamos a lograr? Aquí es una obviedad que todos declaremos nuestro desprecio por la violencia, que declaremos que le vamos a cerrar el paso, que está proscrita. Valen esos compromisos, pero abajo, en nuestra cultura política, instalada entre comuneros, campesinos, estudiantes, trabajadores, está la convicción de que sólo por la fuerza se pueden obtener las metas. Apelan a la historia y a nuestras tradiciones de lucha: la guerra por la Independencia, las guerras de Reforma, las varias guerras que reportaron un alto costo de vidas humanas y pérdidas materiales que fue la Revolución. Muchos piensan que así se hicieron las cosas que valen a lo largo de los últimos doscientos años y que no hay argumento que valga para pensar que hoy puede ser distinto. Como se sabe, la violencia tiene un peso seductor enorme en el imaginario colectivo. Si esto fuera exclusivamente motivo de debates sobre el papel o la computadora, no habría problema; lo hay porque eso se pone en el orden del día cotidianamente.

Entre los maestros que hoy se movilizan y al rato escenifican medidas prácticamente insurreccionales (recuerdo a Lenin cuando decía que bastaba tomar las centrales telegráfica y telefónica, los barcos, paralizar la industria para tomar el Palacio de Invierno), hay muchos que han padecido una violencia ancestral en Guerrero o en Oaxaca en la que ellos han puesto las cuotas de sangre y el Estado ha patrocinado la impunidad. Hay que entender que no están dispuestos a doblar una vez más la cerviz y que esa decisión puede orillar a las opciones represivas, a que el Ejército asuma el control de las calles, minimizando nuestra democracia.

El problema radica en la construcción de esa carta de navegación, demostrar que las vías pacíficas –que no excluyen que el adversario desate la violencia– pueden ser tanto o más enérgicas que las armas para la obtención de grandes transformaciones, como se ha demostrado con relevantes experiencias mundiales. Pero esto obliga a que los grandes dirigentes de la izquierda a que me refiero no antepongan sus proyectos de poder, particularmente presidenciales, a los intereses de la nación. Hablo de una izquierda que no la advierto representada por los zambranos, los bejaranos, los amalios; mucho menos por quienes vendieron al PRD al PRI, como en el caso de Chihuahua, que no es el único. Cierto que las buenas poltronas y el calor de los reflectores seducen. Pero ahora estamos ante nuevos retos y necesitamos otra izquierda porque esta ya fracasó.

Estas reflexiones, demasiado aisladas del contexto donde se hace política, me surgieron al calor de la lectura de un libro muy bien pensado: Gente peligrosa, de Philipp Blom. Se trata de un texto de poco menos de quinientas páginas que da cuenta de cómo los ilustrados radicales de la talla de Denis Diderot, Paul Thiry d'Holbach, Ferdinando Galiani, Guillaume-Thomas Raynal, Helvétius, entre otros, construyeron el mapa al que refiero, a mediados del siglo XVIII y decidieron la suerte de la centenaria monarquía francesa, el poderío de una iglesia católica que se consideraba inamovible, contribuyeron a la construcción de una sociedad con derechos, apoyaron la descolonización del mundo, aplaudieron la independencia de los Estados Unidos; lo hicieron bajo la amenaza permanente de la censura y la Bastilla y triunfaron. Cambiaron a Francia y al mundo, aunque luego la revolución se entregó en los brazos de pensadores totalitarios como Rousseau y tiranos como Robespierre y su guillotina. Al leer este libro –y quiero decir que con esto no lo reseño– comprendí que ser radical es tomar las cosas por la raíz, como un día nos lo recomendó Marx al que muchos dan por muerto.

Si queremos salir de este trance nacional, similar a muchas de las más grandes crisis de la república maltrecha y destartalada que tenemos, no nos queda más camino que ir a las raíces para encontrar las soluciones: carta de navegación y medios poderosamente enérgicos, pero pacíficos. México necesita gente peligrosa.


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