sábado, 31 de agosto de 2013

Privilegios públicos al Casino privado.

Por: Jaime García Chávez.

El abate Emmanuel Sieyés, figura señera de la política francesa, en especial a la hora de la caída del antiguo régimen en 1789, escribió un memorable texto sobre los privilegios y los define así:  “privilegio es una dispensa para el que lo obtiene y un desaliento para los demás”. Las obras de remodelación del centro histórico de Chihuahua, emprendidas por César Duarte Jáquez y Marco Adán Quezada, me hicieron recordar el concepto y sobre todo su contenido.

Le digo por qué: muchas calles de la ciudad de Chihuahua fueron destrozadas para abrirle paso a un nuevo y muy cuestionado sistema de movilidad urbana; a cambio se ofreció, entre otras cosas, hacer peatonal el centro, aledaño al palacio de gobierno, la presidencia municipal y la catedral barroca de la ciudad.

Se hicieron túneles filtrantes, no terminan de instalar un elevador que no va a recorrer más de cinco metros y se retiraron las tradicionales bancas que le daban un sello que creíamos indeleble. De alguna manera se trastornó el trasiego urbano, pero sobre todo la vida cotidiana de la gente. A los que ejercían –y subrayo el plural– alguna actividad comercial, tuvieron que cerrar sus puertas, ya que de pronto las molestias ahuyentaron a los clientes, a los parroquianos. En algunos lugares donde el propietario de una casa podía acomodar su vehículo en una cochera usada cómodamente por años, eso le resultó ya imposible, al quedar convertidas las calles en estrechos rediles. Era lógico suponer que se iban a provocar daños patrimoniales. Dicen los gobernantes que el progreso cuesta, más no reconocen que viene acompañado de un impuesto muy gravoso que en no pocas ocasiones en este caso causó mermas patrimoniales, quiebras  y hombres y mujeres en la calle sin ingresos ni trabajo.

Todos, decía Marco Adán, estamos padeciendo esto, y todos a su tiempo recibiremos los beneficios. Pero no fue así y hay un hecho aberrante que lo muestra totalmente al desnudo. El director de Desarrollo Urbano Municipal, Reyes Baeza Cano le llama “la grapa”; no sabemos si por la gratuidad o si tenga que ver con algún estupefaciente, como coloquialmente se le conoce a una dosis narcótica. Va de historia: el Casino de Chihuahua, es donde se reúne la high life más rancia y linajuda que nació en 1881en el apogeo del afrancesado porfirismo y más bien de costumbres propias de los Habsburgo que pretendieron regresar con Maximiliano, luego de haber sido desbancados por los borbones a mediados del siglo XVII. Pues bien, este Casino de Chihuahua de hoy, ya adentrados en el siglo XXI, será beneficiado con un privilegio más: sus exquisitos y delicados miembros no tendrán la obligación de ser peatones a la hora de ir a sus fastuosos saraos. En sentido contrario al proyecto de peatonalización de la calle Victoria (entre Quinta y Séptima que le caen perpendiculares), habrá una excepción: los señores Terrazas, los miembros de su ya larga dinastía y en fin, los miembros de esta caterva capitalista, podrán llegar con sus coches hasta la puerta principal del palacio de cantera que cobija al viejo Casino. Bajarán para subir las escalares hacia los salones, bares y espacios de divertimento como cenicientos que previamente convirtieron una calabaza en lujosa carroza para el asombro de una élite parasitaria que vive de comentar los buenos casimires, el buen trazo de la ropa, los aromas, las blondas cabelleras cuando las hay y, por qué no, hasta los escotes a medio pecho de las damas una vez que han dejado en el guardarropa sus pieles.

Estos señores y señoras no pueden, no quieren, les es indigno caminar cien metros, y más indigno entrar por la trastienda que se encuentra por la calle Aldama. Para ellos la trastienda es eso y sólo saben visitarla en circunstancias que la doble moral permita. ¿¡Pero a pie!? ¡Jamás! Menos durante el preludio de una nochebuena o en la fiesta de fin de año. Imagine usted, diría la mademoiselle, que nos visite Peña Nieto, Slim o Salinas y no llegar en BMW al Casino. ¡Qué horror!

El municipio, a últimas fechas, es muy dadivoso con la gente de dinero, acostumbra regalarle bienes públicos para granjearse su cariño. Cuando hicieron la Universidad Tec Milenio les regalaron una calle lateral del parque Lerdo; no les bastó con La Casona vallinista y ahora les están regalando una cuadra completa de la calle Séptima, por donde entrarán al frontispicio del Casino en la Victoria, y la salida por la calle Quinta de nuevo hacia la Aldama, por donde estuvo el Foreign Club, y en busca de un adecuado parking. Todo esto ya prefigura un servicio de valet y nada estéticos guaruras, con hombres de negro muy parecidos a los pingüinos y la infaltable valla de postes de acero con cadenas que cercarán este exclusivo circuito al que un funcionario del municipio, sin explicar, le llamó “grapa”, la “grapa” del Casino. Cerco que de paso impedirá que las clases sociales se mezclen y sobre todo que recuerden que algún día existió Carlos Marx. Ya no podemos decir, como hace varias décadas, que estos hombres económicamente poderosos estén muy gordos y que se sofocan al caminar el décimo paso; ahora son asiduos visitantes del gym, el vapor y el masaje que los mantiene en forma, pero lo que ganaron en esbeltez corporal lo perdieron en escoltas policiacos, y realmente se verían como reos de alta traición a la patria si fueran en medio custodiados por siete hombres con metralletas y de semblante simiesco. A ellos les gusta el discreto encanto de la burguesía, diría Buñuel; bajar y que la alfombra roja ya esté dispuesta para amortiguar sus pasos hacia el gozo, los salones de mármol luciendo cristales en las luminosas arañas donde se bailan valses de Strauss, se beben buenos vinos y licores, se traban amores dinásticos y se sueldan jugosos negocios. Todo eso desde luego con la bendición de Dios y su diligente clero.

En el remoto porfiriato, que no acaba de irse, cuando Luis Terrazas y Enrique C. Creel impulsaron la creación del Casino, se dejó claro que no se admitirían personas con perros ni caballos; afeaban los bailes solemnes a los que se asistía con trajes traídos ex profeso de París. ¡Qué horror!, los malos olores, el estiércol y los malos ejemplos que los canes ponen en público. Ahora se les abre una vía regia, la “grapa”, para que no tengan la molestia de caminar unos cuantos metros y el Casino, como se dijo en 1909, continúe siendo el orgullo de la ciudad.

Tiene razón el abate: muchos sufren el desaliento, la eterna historia de que los de arriba lo tienen todo y los adefesios de la ciudad deben extinguirse, como lo hizo Marco Adán al retirar a los vendedores de elotes, dulces, los llamados comerciantes ambulantes. Para los de arriba el privilegio, la dispensa, que no se empolven ni se mojen sus zapatos, sus vestidos largos. A Marco Adán únicamente se le olvidó algo que es relevante: un día las sociedades se cansan de estos privilegios y barren con todo lo que encuentran a su paso, instalan guillotinas, cortan cabezas, antes instalan convenciones y comités de salud pública. Creo que el señor alcalde y ujier de los ricachones del pueblo está convocando a Maximiliano Robespierre. No estaría mal que ese al que algunos catalogan de vampiro bebedor de sangre y otros el mejor líder de una revolución, llegara por acá. Entonces sí, los señores Terrazas sabrían lo que hacen sus privilegios, sus dispensas, sus grapas.

Se trata de la acartonada modernidad de tufo porfirista, esa que develó Gutiérrez Nájera en su poema La duquesa Job y en esta quinteta que alguna engolada voz del clab de este Casino no dudaría en declamar:

Desde las puertas de La Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club
no hay española, yanqui o francesa
Ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.

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