Por: Víctor M. Quintana S.
No había pasado un año, que el gobernador César Duarte “consagró” solemnemente el estado a los “Sagrados Corazones de Jesús y de María”, en un acto público, con la presencia de varios obispos, encabezados por el Arzobispo de Chihuahua, Constancio Miranda Weckman, cuando el eclesiástico no tuvo más que lanzarle algunos dardos –por cierto no tan afilados- a la política de seguridad pública del gobierno.
Lo que encendió la invectiva del Arzobispo fue el artero asesinato del seminarista Samuel Gustavo Gómez, de 21 años, la noche del Domingo de Ramos al Lunes Santo, en San Ignacio, desértico poblado del municipio de Aldama. Fue ultimado por tres sujetos en estado de intoxicación, dos de los cuales ya están presos y confesos, con el fin de despojarlo de su automóvil y su celular. El clérigo acababa de llegar al pueblo a evangelizar con motivo de la semana mayor.
El Arzobispo chihuahuense, fue muy claro en su reacción el Jueves Santo; manifestó que “vivimos en un estado de indefensión, donde no hay paz y se vive en zozobra”. Reprochó a la autoridad que en Chihuahua haya más expendios de vinos que escuelas y le demandó más control sobre la venta de alcohol y de drogas.
Excepción hecha de algunos sacerdotes comprometidos con la defensa de los derechos humanos, como el Padre Oscar Enríquez, del Centro de los Derechos Humanos Paso del Norte, o el Padre Camilo Daniel, de la diócesis de Cuauhtémoc-Madera, y en la Sierra Tarahumara, el Padre Ignacio Becerra de Bowerasa, o el jesuita Javier Ávila, de Cosyddhac, el clero y más concretamente, la jerarquía católica de Chihuahua permaneció en un silencio casi total todos los años que la violencia sacudió estas latitudes. No ha habido pronunciamientos contundentes de la Iglesia ante los feminicidios, ni ante las desapariciones forzadas, ni ante los asesinatos de derechohumanistas y periodistas y los más de 18 mil homicidios dolosos entre 2008 y 2011. Como si todas estas personas asesinadas, desaparecidas, ultrajadas estos años no fueran parte de su grey. Sólo cuando se toca a alguien de la estructura jerárquica, entonces sí, vienen las denuncias. Pareciera como si el excelente documento de la Conferencia del Episcopado Mexicano “Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna”, emitido en el año 2010 sirviera sólo para decorar libreros y no para orientar la práctica pastoral de todos los días.
Aun así, precavidas y tardías que sean, las declaraciones de Mons. Miranda Weckmann se suman al coro de voces que señalan que, aunque ha pasado el paroxismo, Chihuahua está muy lejos de haber superado la crisis de diferentes violencias. El Observatorio Nacional Ciudadano consigna en su sitio de internet que el estado ocupó durante el mes de febrero el tercer lugar nacional en cuanto a homicidios dolosos, sólo superado por Guerrero y el Estado de México. En todo el año 2013 figuró también en tercer lugar nacional con mil 443 asesinatos, para un promedio mensual de 120.3, prácticamente uno cada seis horas. Y algunos delitos como el robo a transeúntes están alcanzando máximos históricos.
Las últimas semanas la ola de homicidios dolosos parece repuntar sobre todo en el sur del estado, y el asesinato de una jovencita en Parral se viene a sumar a los 32 feminicidios que la organización Justicia para Nuestras Hijas contabilizaba. Además, hay varios municipios rurales en que la gente vive bajo el terror porque la seguridad pública y los puestos administrativos clave están en mano de gente perteneciente o ligada a la delincuencia organizada. En muchos lugares se vive la “pax sceleris”, es decir la “paz del crimen”: no pasa nada mientras no se contravenga la voluntad de quienes controlan la zona.
Este estado de cosas persiste porque no se puede combatir al crimen y minimizar la violencia mientras las instituciones republicanas de primera, segunda y tercera generación estén sometidas al Ejecutivo estatal, como es el caso de Chihuahua. Donde no existe separación de poderes; donde el instituto de acceso a la información pública y transparencia funciona exactamente para la opacidad y la negación del acceso; donde quien se supone debe defender los derechos humanos lo hace sólo en la medida en que lo permita o tolere la cúpula del poder político; ahí no es pensable que haya una verdadera eficacia en la erradicación de la impunidad y el combate a la delincuencia. La concentración del poder, así sea el legal genera una inercia para el fortalecimiento de poderes fácticos legales o ilegales.
Por eso, si el Arzobispo de Chihuahua, ahora motivado por el muy condenable y doloroso asesinato de uno de sus seminaristas, quiere contribuir con su denuncia pública a la construcción de la paz en Chihuahua, tiene que hacerlo poniendo también de manifiesto el autoritarismo, la concentración del poder, la no rendición de cuentas del Gobierno del Estado.
No es tarea titánica ni sin precedentes: sus antecesores, Adalberto Almeida, Manuel Talamás y José Llaguno, obispos de Chihuahua, Ciudad Juárez y la Tarahumara ya lo hicieron. En 1972 denunciaron la represión contra un grupo de jóvenes guerrilleros y la violencia institucionalizada que creó las condiciones para que se rebelaran. Y en los años ochenta combatieron la antidemocracia del régimen y pusieron a trabajar a su grey en talleres para generar conciencia de sus derechos, participación y movilización.
No hay de otra: si se quiere la paz, hay que construir la democracia.
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